Doña Angustia no más pretendía preguntar si don Pancho y don Emiliano gustarían de un café. Sin embargo, al entrar al revuelto salón presidencial se vio rodeada de villistas, zapatistas y simpatizantes que se aprestaban a posar frente a una cámara. Así acabó en el centro de la histórica fotografía. Y nunca supo de quién era la mano joven y firme que, por primera vez en años, se le posó en la grupa.
Hay pocos eventos en la historia que merecen el título de revolución. Entre muchas farsas que no califican, apenas tres consiguen aunar verdadero caos, auténtica guerra civil y genuina transformación política. De esas tres la Revolución Mexicana es la única con carácter viril. Franceses y rusos se enfundaron en una compleja enagua ideológica, los mexicanos no. Mis galones son mis cojones –opinaba el general Victoriano Huerta. Aquí al que se me caliente lo enfrío –explicaba el general Alvaro Obregón. Y ninguno fingía.
Esta es la foto más célebre de la Revolución Mexicana. Fue tomada el 6 de diciembre de 1914. El presidente de facto Venustiano Carranza había escapado de Ciudad de México ante el avance de los rebeldes tanto por el sur como por el norte. Luego de reunirse el día 4 en la vecina Xochimilco, Emiliano Zapata, jefe del Ejército Libertador del Sur, y Pancho Villa, jefe de la División del Norte, entraron en la ciudad sin encontrar resistencia y desfilaron durante 8 horas por las principales avenidas metropolitanas.
El saqueo y la violencia que vaticinaron los constitucionalistas no tuvieron lugar. Luego, mientras los zapatistas pedían comida de casa en casa y los villistas se hacían invitar de cantina en cantina, en un céntrico restaurante el Caudillo del Sur y el Centauro del Norte disfrutaban de un opulento banquete junto a sus respectivos estados mayores, por cortesía de un comité ciudadano de bienvenida. Después de la comida don Pancho propuso visitar el Palacio Presidencial. La idea fue acogida con entusiasmo. Rara vez solía acontecer lo contrario. Y en tal caso no se vivía tan largo como para contarlo.
En el magno edificio apenas quedaba escaso personal de servicio. Se recibió a los caudillos con respetuoso temor y se les condujo al salón presidencial. Ante la dorada silla el general Pancho Villa, alto y rubicundo, con un gesto amable le cedió el paso al general Emiliano Zapata, chaparro y atezado.
- ¡Siéntese Ud., general! – contestó el de Morelos.
- ¡No, señor, Ud. se lo merece, general! –insistió el de Durango.
- ¡Que no, mi general Pancho Villa, mejor se me sienta Ud. en la silla! –dijo Zapata.
- ¡Pues yo le digo que se me siente Ud., mi general Zapata! –repitió Villa.
- ¡No se me ponga tan duro, don Pancho, y siéntese de una vez! –continuó el sureño.
- ¡Hágale ya, don Emiliano! –ripostó el del norte.
- ¡Andele Ud. a sentarse, Pancho!
- ¡Orale, ¿acaso me está mandando, amiguito?!
- ¡Claro que no, Panchito, si te lo estoy rogando! –respondió el Caudillo del Sur con la mano en el revolver.
- ¡Ah, bueno, pues entonces me siento y me resiento! –consintió el Centauro del Norte y se dejó caer en la pesada silla.
Unos minutos más tarde Pancho Villa ordenó que les trajeran un fotógrafo. No hubo que buscarlo muy lejos. Entre los numerosos curiosos que habían seguido a la comitiva rebelde por la ciudad se encontraba Agustín Víctor Casasola, el más importante fotógrafo documentalista que vio el mundo en el primer tercio del siglo XX.
Casasola había fundado en 1911 la Asociación de Fotógrafos de Prensa, y también había sido el fotógrafo de palacio todavía en tiempos de Porfirio Díaz como fotorreportero del oficialista El Imparcial entre 1905 y 1910. Era, además, veterano de El Tiempo, El Globo, El Universal, El Popular, El Correo Español y El Liberal, así como miembro fundador de la Asociación Mexicana de Periodistas y, desde 1912, propietario de la Agencia de Información Gráfica, una de las primeras del planeta y que llegaría a tener casi 500 fotógrafos bajo contrato con un archivo de medio millón de fotografías.
No obstante, la principal virtud de don Agustín era estar en el lugar apropiado en el momento preciso. Ese lugar apropiado podía ser el extremo superior de un poste telefónico, como en 1907, cuando fotografió del otro lado de los muros de la prisión de Belén la ejecución de los asesinos del general guatemalteco Lisandro Barillas, presidente exiliado y conspirador activo. En 1914 el lugar apropiado era la antesala del Salón Presidencial en el Palacio Nacional.
La foto es fenomenal. Casasola realizó tres tomas, de las cuales se conocen dos. El fotógrafo medía más de seis pies, uno más que el mexicano promedio de su época, y poseía una óptica especial para enfocar al prójimo. El resto lo hicieron la adrenalina y la testosterona presentes en el salón.
En primera plana vemos a 5 generales: Tomás Urbina (villista), Pancho Villa, Emiliano Zapata, Otilio Montaño (zapatista) y, de pie, Rodolfo Fierro (villista), que acababan de ocupar triunfantes la médula del poder. Mas sus destinos posteriores revelan la quintaesencia de la revolución: A Tomás Urbina lo mató Rodolfo Fierro en 1915 por orden de Pancho Villa. A Otilio Montaño lo mandó a matar Emiliano Zapata en 1917.
A Zapata lo asesinaron por órdenes de Venustiano Carranza en 1920. A Pancho Villa le dieron muerte en 1923 los sicarios de Alvaro Obregón, sucesor de Carranza tras su asesinato en 1920. Y Rodolfo Fierro, el duro de Sinaloa, el más macho de los machos revolucionarios, el mayor asesino de prisioneros de la Revolución Mexicana, hasta hoy el único bandido que asaltó y conquistó un tren convoy solo y con sólo dos güevos, murió ahogado en el agua pantanosa de un lago de Chihuahua en 1915.
Aquella tarde una hembra nueva lo esperaba al otro lado y Fierro decidió atravesar la laguna, en lugar de bordearla como su tropa. Entonces el caballo comenzó a hundirse en el fango por el peso del botín saqueado en dos haciendas y una iglesia. El general no quiso pedir ayuda porque él era un hombre. Tampoco soltó el oro. Ante los impresionados ojos de sus soldados, que intentaban acercarse desde la orilla, Rodolfo Fierro luchó solo y con sólo dos güevos contra la ciénaga. Se ahogó sin miedo y sin decir palabra.
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